Enigmática región donde los confines de la tierra se unen con el cielo y el mar... Donde coexisten sueños y realidades, luces y sombras, recuerdos y fantasías...
domingo, 29 de abril de 2012
Subrayados 002.
A través del Mar de Soles.
Ciclo del Centro Galáctico II
Gregory Benford
VIB - Ediciones B - 264 - 2
1ª edición. Junio 1998
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Para que las galaxias llegaran a formarse, la energía expansiva del Big Bang tenía que darse en la cantidad exacta. Para que las estrellas se aglutinaran a partir de nubes de polvo, ciertas constantes físicas tenían que darse en la medida precisa. De lo contrario, el hidrógeno común no se propagaría tanto y la evolución estelar sería muy diferente. De ser las fuerzas nucleares un poco más débiles de lo que son, ningún elemento químico complejo sería posible. Los planetas serían lugares indistintos, sin una variedad de elementos para fraguar la vida.
El tamaño de las estrellas, y sus distancias unas de otras, no eran arbitrarios. Si no estuviesen ligeramente extendidas, las colisiones entre ellas pronto habrían trastornado los sistemas planetarios que las orbitan. El tamaño de la galaxia estaba establecido, entre otras cosas, por la fuerza de la gravedad. El hecho de que la gravedad sea relativamente débil, comparada con el electromagnetismo y otras fuerzas, permitía a la galaxia contener cien billones de estrellas. La misma debilidad permitía a las entidades vivas, mayores que los microbios, evolucionar sin ser aplastadas por la gravedad de su planeta. Eso entrañaba que podían ser lo bastante grandes, y lo bastante complejas, para soñar con viajar a los recónditos puntos de luz de un negro firmamento.
Estos soñadores orgánicos estaban condenados a un fin patético. La evolución obraba implacablemente en un ciclo de nacimiento, procreación y muerte. Cada forma de vida tenía que hacer sitio a su prole, si no el peso del pasado generaría cualquier mutación, cualquier cambio diezmador. Así pues, la muerte estaba inscrita en el código genético. El arbitrio indiferente de la evolución seleccionaba tanto la muerte como la vida.
El advenimiento de las entidades inteligentes implicaba el nacimiento de la tragedia, la aprehensión primera de la finitud personal. Dada la distancia de los planetas habitables a una estrella, se podía deducir la temperatura de la superficie, contando como factores las constantes físicas que predicaba la química, no resultaba difícil calcular el tiempo de vida aproximado que la evolución dictaba para la vida inteligente de tamaño humano: un siglo más o menos. Lo cual comportaba que apenas había tiempo para mirar en torno, comprender y trabajar durante unas pocas décadas frenéticas, antes de que se cerrase la oscuridad. A lo sumo, un organismo inteligente podía dejar su huella en una o dos áreas del pensamiento. Venía y desaparecía en un parpadeo. A lo largo de su vida, el cielo nocturno parecería no moverse en absoluto. La galaxia parecía congelada, inmutable.
Estrellas inmóviles, metas recónditas. Los seres orgánicos, sabedores de su propia muerte venidera, todavía podían soñar en ir allí. Aunque, en sus viajes, estaban sujetos al límite de velocidad fijado por la luz. De haber sido mayor la velocidad de la luz, permitiendo vuelos rápidos entre estrellas, el precio a pagar hubiera sido inmenso. Las fuerzas nucleares serían diferentes; el lento filtrar en las estrellas de los elementos pesados no funcionaría. La larga marcha ascendente que conducía a las criaturas de tamaño humano nunca se habría iniciado.
Así pues, todo se entretejía. Surgir en este universo de modo natural implicaba un conocimiento fidedigno de la muerte inminente. Eso menguaba todas las perspectivas, obligando a una criatura a pensar en cortas escalas de tiempo: tiempos tan truncados que una travesía entre estrellas constituía una odisea que periclitaba la vida.
pp. 318 y 319.
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